Antes de dejar ejercer el ministerio presbiteral hice varias misiones al Chocó. Estuve en ese territorio apartado y olvidado por todos llevando el mensaje del Evangelio y acompañando a los hermanos en sus trabajos diarios. Eso para mí es fundamental en el ser Iglesia: salir a acompañar a aquellos que están alejados o no conocen la buena nueva, salir de las comodidades a compartir con los menos favorecidos.
Por eso recibí con mucha alegría la elección del papa León XIV, ya que entendió su vida como un misionero. Este agustino —miembro de la orden religiosa mendicante establecida por la Iglesia católica bajo el pontificado de Inocencio IV en el año 1244 y que vive desde la regla de Agustín, donde se hace énfasis en la vida comunitaria bajo el lema “Una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia Dios”— fue misionero desde 1985 en el Perú, más exactamente en Chiclayo.
Esto es alguien que sabe lo que significa caminar junto al pueblo, pisar tierra polvorienta y celebrar la fe bajo techos humildes y corazones abiertos. No es un hombre que sólo haya vivido detrás de un escritorio. Es un pastor que ha compartido el pan, la risa, las incomodidades y el dolor con comunidades que han aprendido a resistir.
Cuando lo vi saludar por primera vez con ese tono sereno pero firme, entendí que su elección no fue casualidad, sino signo. La Iglesia necesitaba recordar que su centro no está en los tronos, sino en las veredas donde viven los sencillos, los que muchas veces no tienen voz, pero tienen esperanza.
Recuerdo en mis visitas al Chochó cómo la gente no pedía grandes teologías ni explicaciones abstractas. Pedía presencia, compañía, escucha y eso es lo que encarna este nuevo papa: la convicción de que la fe no se impone, se propone caminando al lado del otro.
Como agustino, su llamado a vivir "una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia Dios" cobra hoy más sentido que nunca. Necesitamos volver a una espiritualidad de comunidad, de servicio mutuo, de encuentro auténtico.
Hoy más que nunca creo en una Iglesia que se levanta no desde el poder, sino desde el amor. Al ver al Papa León IV, siento que esa Iglesia es posible. Porque cuando alguien ha sido misionero en la periferia, difícilmente olvida lo esencial: que el Reino comienza donde hay compasión, pan compartido y dignidad restaurada.