
Intrigas políticas y alianzas rotas: así fue el cónclave más largo de la historia
Lo fascinante de los cónclaves no es solo su rito secreto o el humo que avisa, es esa mezcla entre lo divino y lo humano.

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En 1268 la Iglesia enfrentaba un vacío. El papa Clemente IV había muerto, y los cardenales se reunieron en la ciudad de Viterbo para elegir a su sucesor. Lo que nadie imaginó fue que el proceso duraría casi tres años. Sí, tres años; entre idas y vueltas, debates eternos, intrigas políticas y alianzas rotas, el cónclave más largo de la historia se volvió una especie de prisión autoimpuesta.
La ciudad, cansada del estancamiento, decidió intervenir. El pueblo de Viterbo literalmente encerró a los cardenales, les selló las puertas y luego, para mayor presión, les quitó el techo del palacio. Bajo el sol, la lluvia y la incomodidad, los hombres de púrpura comenzaron a darse cuenta de que había que actuar. Solo entonces eligieron a Teobaldo Visconti, que ni siquiera era cardenal. Se convirtió en Gregorio X, un papa elegido no por la prisa divina, sino por el hastío humano.
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En contraste, en 1503 Roma vivió el cónclave más breve de la historia. Apenas diez horas después de iniciarse las votaciones, los cardenales proclamaron papa a Giulio della Rovere, quien asumió el nombre de Julio II. El ambiente estaba caliente —no por el clima, sino por la política—, y la mayoría ya había llegado al cónclave con la decisión tomada. Fue un suspiro, una elección sin suspenso, tal vez sin espíritu, pero con mucho cálculo.
Dos momentos separados por siglos, pero unidos por la misma tensión: la necesidad de decidir quién será el rostro visible del liderazgo espiritual de millones. Y entre uno y otro, lo mismo de siempre; hombres que dudan, que se enredan, que buscan claridad entre sombras, y que a veces por convicción y otras por presión, logran llegar a un nombre.
Lo fascinante de los cónclaves no es solo su rito secreto o el humo que avisa, es esa mezcla entre lo divino y lo humano. Es ese lugar donde la fe se encuentra con la política, y donde el tiempo se estira o se comprime según los caprichos del alma humana.
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Porque al final, aunque se invoque al espíritu, es la historia —con sus urgencias, sus personajes y sus anécdotas— la que siempre termina escribiendo el guion.