Estos días que nosotros los creyentes llamamos santos, son una ocasión privilegiada para centrarnos en la vulnerabilidad como expresión profunda de la condición humana. Los seres humanos somos vulnerables, y eso no significa necesariamente que seamos débiles. Significa que tenemos límites, que fallamos, que a veces nos rompemos y que —aunque no lo aceptemos fácilmente— necesitamos de otros para sostenernos y recomponernos.
Creo que ese es uno de los sentidos más poderosos del relato de la Pasión y del acontecimiento de la cruz. Aquel a quien algunos confesamos como hijo de Dios termina colgado en un madero, muriendo en la soledad, negado y abandonado por sus amigos. Esa imagen nos confronta con la experiencia universal del fracaso, de la injusticia, del abandono y del miedo. Y sin embargo, desde allí también surge el misterio de la esperanza.
Para creyentes y no creyentes, estos días son una oportunidad para abrazar la propia vulnerabilidad con dignidad. Para dejar de actuar como si fuéramos invencibles, y permitirnos llorar, frustrarnos, perdernos por un momento, sin sentir que eso nos invalida. Es el momento ideal para desmontar el paradigma del superhumano, ese que nos exige perfección constante y nos condena al autorreproche cada vez que fallamos. Ser vulnerable es ser humano y reconocerse humano es el primer paso para vivir con autenticidad.
Durante los últimos 18 meses he estado trabajando en un libro que presentaré en la Feria del Libro de Bogotá el 1 de mayo: “Romperme fue Solo un Comienzo", un título que resume mi proceso, pero que también puede acompañar el de muchos. En él quiero invitar a cada lector a aceptar que hay momentos en que uno se dobla y otros en los que se rompe, pero que eso no es el final, sino una oportunidad para adaptarse y restaurarse. Porque romperse también puede ser el inicio de una forma más sabia de vivir.
Aprender a convivir con nuestras grietas no es rendirse, es reconocer que somos historia viva, que llevamos marcas que no nos restan valor, sino que cuentan lo que hemos superado. No hay que temerle al quiebre, hay que temerle más bien a vivir negando nuestras heridas, a ocultarlas como si no existieran, cuando en realidad son el espacio sagrado donde puede florecer algo nuevo.