Durante 25 años presidí ceremonias en medio de una liturgia siempre solemne. Buscaba que fuera sencilla, provocadora y muy al alcance de las personas que la compartían conmigo. La disfruté en catedrales góticas o barrocas, con sus techos que parecen tocar el cielo, en Jerusalén, donde cada gesto se carga de historia sagrada, o en una choza humilde en la orilla del río San Juan, en Docordó, donde el barro, la palma y la fe formaban un altar vivo. En todos esos lugares llegué a la misma certeza: la liturgia, cuando es auténtica, es un entretejido de signos, palabras, acciones e intenciones que lejos de ser una rutina vacía, se convierte en un lenguaje que trasciende y busca conectar con lo absoluto.
Con los años comprendí algo que hoy afirmo con claridad: la solemnidad no está en la opulencia ni en la pomposidad, sino en lo sencillo y lo vivo. La verdadera solemnidad no necesita adornos excesivos, ni rituales vacíos, ni tonos impostados, basta una palabra dicha desde el alma, un gesto que nace del corazón, una comunidad reunida con verdad. Es precisamente eso lo que he visto en estos días en la despedida del papa Francisco: una espiritualidad que no busca brillar, sino abrazar; una fe que no pretende impresionar, sino tocar lo profundo del alma humana.
Creo con firmeza que lo sencillo es lo más solemne y que esta lección no aplica solo a la liturgia, sino a toda la vida. Vivimos en una cultura donde el ruido, las apariencias y el artificio nos roban lo esencial. Poses, caretas, gestos exagerados, palabras infladas… Creemos que así impactamos, que así comunicamos algo valioso, pero muchas veces lo único que logramos es interrumpir la conexión, desviar la atención, opacar lo que realmente importa.
En cambio, cuando la vida se expresa sin máscaras, sin adornos innecesarios, sucede algo sagrado: el otro nos reconoce, se siente convocado, se encuentra consigo mismo. La sencillez no es falta de belleza ni de profundidad. Al contrario, es la forma más directa de tocar el misterio, de honrar lo humano y de abrir la puerta a lo divino.
Francisco nos lo enseñó hasta el final: con gestos discretos, con palabras claras, con una coherencia que no buscaba el aplauso, sino el testimonio. En su manera de ser, de vivir y de morir, dejó claro que lo más alto no siempre grita, a veces susurra. Y ese susurro, si nace del amor, es la más profunda de las solemnidades.