Creo en la amistad. En esa relación de complicidad, verdad, solidaridad y apoyo que nos permite disfrutar momentos y sentir que no estamos solos en las situaciones más difíciles. Por mi manera de ser, siempre he contado con muchas amistades. Gozo hablar, mamargallo, cantar y hacer deporte con ellos.
El caribe me enseñó que los amigos son los hermanos que he elegido y que normalmente terminan siendo mis compadres, para que el sacramento selle esa relación. Amigos de mi época de formación en el seminario o en el ejercicio del ministerio, o de los espacios en los que he realizado mi trabajo me hacen sentir feliz.
Ayer leí una nota periodística de Miquel Echarri en la que llamaba la atención de un fenómeno del que dan cuenta los grandes medios de Estados Unidos. Al parecer, las relaciones de afecto y simpatía “informales pero intensas” entre los hombres estaría disminuyendo, pero sobre todo entre los jóvenes. Según datos de Gallup y del Survey Center on American Life, entre 1990 y 2022, se ha disminuido a la mitad la cantidad de varones que afirman tener mínimo seis amigos. Parece que este fenómeno aumentó después de la pandemia, de hecho se dice que al día de hoy, por lo menos el 20% de los estadounidenses dicen que no tienen un amigo íntimo.
Esto no me parece extraño en una sociedad en la que algunos dicen tener dos mil amigos, porque se siguen en Facebook, y en la que el encuentro personal, de perder el tiempo juntos, de tratar de solucionar el mundo con las palabras que saltan en la conversación y de tener la mesa como punto de celebración, ha sido remplazado por la conexión superficial y por los emoticones.
Espero que las encuestas estén mostrando que se está transformando el concepto de amistad y que solo se considera como tales a unos pocos y no a toda la multitud que se puede conocer en redes sociales. Lo cierto es que yo, cual dinosaurio, prefiero seguir en las dinámicas anteriores y encontrar en el bordillo o en la mesa de dominó una manera de celebrar a mis amigos.
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